Regalo de NE: CHOLA, un cuento de Patricio Eleisegui
Por gentileza de Quira, Revista de Cultura y Pensamiento Universal y de Patricio Eleisegui; compartimos con Ustedes este cuento. Te lo presentamos:
Patricio Eleisegui (10 de abril de 1978) se crió en Sierra de
la Ventana, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó relatos y poesías en
revistas y portales de Internet de Argentina, España y Perú. Su primera novela,
Galletitas, fue finalista del Premio
Clarín de Novela 2011. Tiene un libro de cuentos inédito y una nouvelle en
proceso de escritura. Su cuento Cacho de
Fierro integra la antología 12 Rounds
de inminente aparición. Durante dos años organizó el ciclo de lecturas
Corrincho. Se gana la vida como periodista.
Chola
Patricio Eleisegui
patricio.eleisegui@gmail.com
“Es cochina la policía, te quita la
mercadería”. Maravillosa Tupiza se me aparece en la cabeza con una voz que se
vuelve sirena. Una rima aguda que se desliza entre las bocinas, los platillos,
las frenadas que manchan de negro el asfalto, los gritos de Hay cuatro arriba
de ese techo, tírenle a esas mierdas. Una voz que se me clava en el
respaldo de la silla en la que espero a Choque. La oficina de El Gran Juan Choque, como lo
llamaron los que me subieron a los empujones por esta casa de tres plantas,
tatuada de pedazos de ladrillos que faltan y perros flacos aullando al pie de
las escaleras. La oficina de El Gran Juan Choque, al borde de una avenida Juan
Pablo II de autos entrecruzados en plena calle y carros volcados con el aceite
de las salchipapas todavía humeando. El único punto que me deja ver, a través
del humo de los gases que cada vez se hacen espesos más y más cerca, el blanco
sin manchas del cerro Illimani.
Que Choque me haya mandado a
llamar. O mejor dicho, que los cuatro
monos de Choque me hayan levantado de los pelos en pleno Mercado de Pulgas de
La Ceja, y, revoleando billetes verdes por acá y por allá, sortearan los
cascos, los escudos, y el martilleo seco de las Itakas para traerme hasta acá, habla de
que el negocio no está andando tan mal. No el mío, por lo menos.
Aurita viene
el jefe, murmuró uno de los monos que me sentó en la oficina ese mediodía.
Aurita, argentino conchudo, agregó antes de cerrar la puerta para dejarme solo.
Juan Choque; El Gran Juan Choque, se iba a hacer esperar. Como buen indio con
aires de ganador. Como buen negro con plata. Después, las imágenes. Cuántas
fotos junta este morocho en las paredes, pensé. Seguro que para tapar los
ladrillos sin revocar. En una reconocí a Carmen,
La Cholita Más Ruda del Altiplano, hablando con Choque al costado del ring.
Pegado, una imagen de Amalia,
La Dragona, escupiendo
sangre en la lona con Choque sentado en primera fila, cagándose de risa. Al
lado, otra instantánea de Laura, La Paceña, parada
sobre las cuerdas y a punto de lanzarse desde un rincón sobre Sexy Susana, que la espera lista para hacerla pasar de
largo mientras prepara los codos para cuando la negrita de pollera y bombín
quede boca abajo.
Otra toma
muestra a Ana Polonia
Mamani rompiéndole una botella de
cerveza en pleno cráneo a un gordo sin camisa que amaga escupirla. Ahí, El Gran
Juan Choque aparece tirándole a la luchadora con el relleno picante de una
empanada salteña. Pero en ninguna foto aparece Clotilde, La Robacorazones. Y ahí es cuando me doy cuenta por qué ahora
estoy acá. Con la vista de pronto vuelta a la avenida Juan Pablo II, y una
risita corta que se me escapa cuando ubico a dos mujeres con el pelo blanco de
cemento hecho polvo levantándose las polleras para mear en una vereda. Hasta
que un camión del ejército frena a los tirones, y los uniformes desparraman a
patadas a las mismas mujeres antes de perderse entre los recovecos del barrio.
“Alguien apague ese fuego, Anchanchu”. Ahora
es el ruego de Eleonora, La
Besadora de Oro, lo que me
cruza el pensamiento. Cierro los ojos. El Polifuncional Heriberto Gutiérrez de
La Ceja rebalsa de enanos mascando coca. Clotilde, La Robacorazones, la que
antes de la gloria fuera conocida apenas como La Muda, abraza el cuello de La
Besadora de Oro, y de las gradas vuela un vaso con cerveza que le arranca un
chasquido a las llamas encendidas a un costado del ring. Clotilde tiene a
Eleonora contra las cuerdas; la cara de su rival de frente al fuego que se levanta.
Un pibe envuelto con la bandera de Bolivia que chilla ¡A quemarla! ¡A quemarla!
Y yo que me
pierdo entre las guitarras, el tambor, el compás del huayno que hace menear las
cabezas mientras las mujeres se vuelven una sola transpiración dentro del cuadrilátero.
Eleonora, La
Besadora de Oro, de pronto se safa y de una patada lanza a Clotilde al otro
extremo del ring. La pollera floreada entreabierta. El sombrero bombín de la
peleadora que rueda. Pero Clotilde es un gato andino: se pone de pie, las trenzas
azabache con claritos rubios a un costado, y trote corto y salto para caer con
el peso del antebrazo sobre la garganta de Eleonora. Que se desploma
abrazándose el cogote. Con la mueca del que acaba de ser degollado de un solo
tajo. Vuelan pedazos de salchichas, escupidas. Un indio manotea a otro de la
oreja para luego cruzarle la nariz con un trompazo. La silla que un chino negro
pagó 22 bolivianos, algo así como 3 dólares, que se rompe en la espalda de otro
que acaba de tocarle el culo a una vieja. Y a mi lado, de pronto, en esa
primera fila del Heriberto Gutiérrez, de ese galpón con olor a chivo, Juan
Choque. El Gran Juan Choque. El mismo
que aparece sentado frente a mí cuando finalmente abro los ojos.
¿Porteño o del interior?, pregunta, con una sonrisa apenas dibujada
sobre unos labios carnosos, como de pescado de río. Aunque es negro y petiso,
de cabello oscuro llovido y sin un solo pelo de barba, no parece ser otro de
los típicos bolivianos que, de noche y siempre borrachos, vomitan de a miles en
las escalinatas de la catedral Metropolitana de La Paz. Porteño, respondo, con
otra media sonrisa. Unos fachos de mierda, replica. Yo viví en Buenos Aires
mucho tiempo, así que no te sorprenderás que te hable igual que como hablan
ustedes allá. ¿Y que hacía en Buenos Aires? Bueno, porteñito, ya te imaginarás:
laburé en la mierda en la que laburan todos los bolitas cuando vamos para tu
tierra. Hice lo que ningún argentino quiere hacer por sí mismo: destapé baños,
hice zanjas, vendí verduras y ají en la puerta de los supermercados. ¿Y le fue
bien? Sí, tan bien que me volví con lo puesto. Me cagué de hambre en Buenos
Aires. Pero no fue al pedo la estadía: allá no sólo aprendí a hablar como
ustedes, con ese tonito de gringo amanerado del que tanto se enorgullecen, sino
que además aprendí lo más importante: a hacer negocios.
¿Tomás
cerveza, gringuito? Sí, claro. El Gran Juan Choque pega tres aplausos y
segundos después hace su entrada el indio más corpulento del que tenga memoria.
Dos paceñas, Evo. Apenas unos minutos después, las botellas y dos jarros
helados se apilan sobre el escritorio. ¿Viste por la ventana, porteño? Apenas
un poco. Fíjate bien entonces: esto se va al carajo, como dicen ustedes. A Sánchez de Lozada, ese
malparido que todavía se hace llamar Presidente de la República, se le acabó la
suerte. Aunque digan que los yanquis los ayudan, se terminó. Los aimara no van a ceder.
Las palabras de Choque se vuelven un trueno por una explosión que intuyo
lejana, pero que hace temblar los vidrios de las ventanas. Mala época elegiste para llenarte
de plata en Bolivia, gringuito.
Largué una
risa corta, casi como un quejido. El Gran Juan Choque se equivocaba. Si algo no
había hecho desde mi huida de Jujuy eso era, precisamente, llenarme de plata.
El comienzo había sido tan repentino como la desesperación: de un momento a
otro. Un viaje de Tilcara a Humahuaca. Ochenta turistas apiñados en un
colectivo medio desarmado de Balut por una ruta 9 reseca como las montañas que
amenazaban desmoronarse kilómetro tras kilómetro. Las rocas levantando el
suspiro de un grupo de alemanes ansiosos de tomar agua que da diarrea y comida
frita que perfora el hígado para probar que ellos también saben de aventura. Y
que la miseria distrae. Ayuda a descansar. Mi mujer y yo, tirados en el
asiento en otras vacaciones pensadas a las apuradas para recomponer un amor
muerto luego de tres separaciones. El
colectivo que serpentea entre los cerros y gana más y más altura, mientras las
jubiladas sacan fotos movidas a lo que sea y los maridos hablan entre sí de lo
lindo que debe ser vivir en un lugar infestado de víboras, en casas de adobe,
muertos de sed, sin árboles, y con todo el mundo andando en patas. Cagados de
calor los 365 días del año. Mi mujer que también saca fotos. Y que a cada clic
de la máquina le agrega un Mirá qué lindo. Mirá qué colores. Somos
privilegiados de estar en un lugar ancestral. Mirá ese pueblo, no tiene una
sola calle pavimentada. Mirá esa nena desnuda que está siendo acariciada por su
padre. Cuánta sabiduría milenaria.
Voces que de
pronto se vuelven un nudo en mi garganta. Un tufo pesado que entra por las
ventanillas abiertas junto con el calor y me acelera el corazón como si
estuviese corriendo una carrera. Mirá que cielo. Mirá, un guanaco echado. Mi
mujer, que jamás puede mantenerse callada. Jamás. Ahí es cuando me llega la
idea, en medio de una taquicardia que se dispara y el nudo que ya es vómito
cerca de mi boca. Otra vez al lado tuyo, yegua hija de puta, pienso. Tres veces me mandaste a la
mierda y yo otra vez al lado tuyo, hija de puta. Ella me mira y sonríe. Sos el
hombre de mi vida, dice. No se calla. Me besa. Bajo los párpados. Soy el hombre
de tu vida, hija de puta, me repito por dentro. La beso. Primero suave. Después
apretando los labios. Dejo lugar para que mi lengua se le escurra en la boca y
se empape de saliva. Luego rozo su lengua con mis dientes. Sé que eso la
calienta. La calienta mucho. Escucho cómo empieza a respirar más pesado. Los
alemanes destapando cervezas mientras el colectivo hace esfuerzos para no
volcar ante tanta curva y contracurva. Yo soy el hombre, me digo con los ojos
todavía cerrados. Soy el hombre de tu vida, completo, antes de apretar fuerte
hasta las muelas. Sin abrir los ojos. Permitiéndome sentir la rugosidad, la
inmediata flaccidez del pedazo de su lengua que queda en mi boca. Que se vuelve
sabrosa por la sangre. Que empiezo a masticar con gusto mientras mi mujer cae
sobre el respaldo del asiento entre gritos y borbotones. Juntos para toda la
vida, amor, le digo con los dientes rojos de su sangre. Para toda la vida,
amor. Y me trago su pedazo de lengua. Ahora sí que te vas a callar. Después
todo es romper el vidrio de la ventanilla con el martillo para los accidentes.
Ganar la ruta cuando el colectivo finalmente se detiene en la banquina y todos
bajan espantados, temblando, puteando en idiomas que no conozco. La ruta. Y correr y correr hasta que un
auto se detiene. Me levanta. Y así otro. Y otro. Y otro. Hasta que llego a
Bolivia.
¿Cuánto querés por la chola
luchadora?, dispara El Gran Juan Choque. Que deja en claro que no está para los
recuerdos. ¿Por quién? Por Clotilde, La
Robacorazones, argentino. O La Muda, como prefieras llamarla vos. No se vende,
Choque. ¿Me estás escuchando, porteñito? Esto se va a la mierda. ¿Sabés lo que
tarde en llegar acá para verte la cara? Cinco controles de milicos tuve que
sobornar para caer a la cita, gringuito. Los tiros y las piedras están a dos
cuadras de acá. Dos cuadras. La oportunidad te la doy ahora o perdés todo,
argentino. Dejé las palabras de Choque en el aire. Tomé un trago de cerveza. El
Gran Juan Choque volvió a la carga. ¿Cuánto gana? Ese no es el punto, Choque.
Decíme cuánto gana, porteño. Treinta dólares por pelea. Choque soltó la
carcajada. Sabés que puedo hacer esto sin hablar con vos ¿no? Podría, pero por
algo me tiene acá sentado, Choque. Sos rápido argentino ¿eh? Y tránsfuga, como
buen representante de tu pueblo. Te tengo acá y me siento a hablar con vos
porque sos el marido de La Muda. Aunque ella no sabe lo de tu mujer en
Argentina, claro. Choque es astuto, sí. Bajé la vista al piso de cemento. Yo
soy un hombre viajero, argentino. Pero más que viajero, soy un hombre
informado. En Jujuy todavía te esperan con tenedor y cuchillo. Qué paradoja ¿no? Venís acá y te
juntás con una mujer que no habla.
Una chola que nació casi sin lengua, y a la que ningún hombre se anima a montar
porque es más fea que un cerdo.
Le di unos
minutos de silencio. Tomé más cerveza. Si te la doy así como así, me quedo sin
nada. Ya me tuteás, dijo Choque, y ensayó otra media sonrisa. Vamos bien. Sos
el representante, y si me la pasás, te quedás con plata. Pero sin nada para que
el día de mañana los milicos de acá me rajen de Bolivia, Choque. Gringo,
entendelo de una vez: esto ya se está poniendo malo para los extranjeros. Muy
malo. Y no importa si tenés los papeles en regla, estás casado con una nativa,
o tenés guita para pagarle al comandante del ejército. Al final del día no
habrá más reglas, argentino. No habrá más nada de lo que conocés.
El Gran Juan
Choque no me dio tiempo a pensar. Y subió la apuesta. Tu chola está invicta. Es la
nueva y última invicta de las cholas luchadoras. El fenómeno que sorprende al mundo,
argentino. Las mujeres típicas de Bolivia que se suben al ring para reventarse
la cabeza hasta que una no quiere más, agregó ya entre carcajadas. Yo me
mantuve en silencio. A ver, te propongo un trato, porteño. La ráfaga de fúsil
que, cercana, retumbó entre las paredes de la oficina, me despejó en un segundo
de cualquier sopor. No pongas esa cara de susto, gringuito. Te propongo un
trato, en serio. Asentí con la cabeza. Quiero que Clotilde, La Robacorazones,
pelee con Soledad, La India. La propuesta me hizo enderezar en la silla. ¿Con
La Gladiadora de Cochabamba? Estás loco, Choque. Va a ser una matanza. Callate,
argentino, y escuchame: si Clotilde gana, entonces vos podés seguir manejándola pero me
hacés tu socio en esa luchadora. No puedo
quedarme sin la joya, entendelo, gringo. ¿Y si ella pierde? Si pierde, me la entregás completamente.
Y yo te aseguro un pasaje de avión y papeles para que te instales en cualquier
lado menos en Argentina. ¿Y guita?
Dejame terminar, porteño: Y guita para que no la pases mal por un buen tiempo.
La
propuesta, lo reconozco, era tentadora. ¿Por qué tanto interés? Choque se pasó
la lengua por el labio superior. Alineó las palabras en su cabeza antes de
hacerlas sonido. Te dije que esto se va a la mierda, argentino. Los indios están todos
levantados. Acá van a morir muchos. Y el muerto siempre tiene alguien que lo
vengue. Siempre es así. Ni siquiera yo
estoy a salvo de todo esto, aunque corra con alguna ventaja comparado con vos.
Todos se van a cagar a tiros. Así de simple. Y los que no se mueran por los
tiros, se morirán por el hambre que va a seguir al levantamiento. Los milicos tampoco van a aflojar. ¿Sabés cuál es el resultado de todo esto?
Tristeza, porteño. Solamente tristeza. Y el que está triste ¿qué busca? Dejar
de estarlo. Ser feliz. Estar contento. ¿Entendés, argentino? Choque lanzó una
carcajada corta en medio de su monólogo. Quiere alegría, porteño. Y al
boliviano, si algo le gusta eso es la joda. La joda loca. Chupar hasta caer
desmayado y cagarse de risa. Y gritar. Olvidarse de todos los problemas aunque sea
por un instante. Aunque no se lleve nada a su casa. Quiere el momento. Por eso,
el que tenga la alegría en su poder, la risa entre sus manos, tendrá en su
bolsillo al bolsillo de la gente. Porque, ya
te dije, se vienen tiempo bravos, argentino. Y también el tiempo en el que
hombres como yo tenemos que hacer la diferencia.
Sí, El Gran
Juan Choque tenía todo calculado. Empiné el último trago de cerveza. ¿Cuándo
sería esa pelea?, pregunté. ¿Cuándo, gringuito? Pues en unas horas. ¿Cómo? Sí,
como lo oíste: en unas horas. Antes de juntarme con vos me aseguré de que
Soledad, La India, venga para El Alto. Y a tu mujer seguro ya la están llevando
mis colaboradores. ¿Adónde? Al Heriberto Gutiérrez, porteño ¿adónde va a ser?
¡Pero es una locura, Choque! Desde que llegué a tu oficina sólo escucho
camiones del ejército dando vueltas, y hasta vos tenés que haber sentido los
tiros acá cerca. Es una locura. Choque volvió a reír. ¿Ves que estabas al tanto
de la mano, gringo? Hoy,
13 de octubre del 2003, gran lucha, a puerta abierta y gratis. Será histórico. Choque se puso de pie. ¿Nos vamos?, invitó,
buscándome la mano derecha para apretarla.
Después todo
pasó rápido. La combi que nos llevó atravesando barricadas de ladrillos y
palos. Autos quemándose a cada lado de la avenida Alfonso Ugarte, cientos de
piernas atropellándose por la 16 de Julio. Una piedra quebrándonos el
parabrisas a la altura de la plaza Sucre. Los soldados rodilla en tierra para
apuntar preciso en el complejo fabril y las primeras calles de la avenida
Pucarani. La combi entrando a toda velocidad al galpón del Heriberto Gutiérrez
por la puerta principal y deteniéndose prácticamente al lado del ring. Con
puestos de comida volando, sillas astilladas, y espectadores tirándose unos
arriba de otros para no ser atropellados. La noticia de la pelea había
corrido rápido, y la multitud ya reclamaba golpes. Nuestro ingreso no detuvo el huayno, el
griterío o las patas de pollo que ya todos arrojaban sobre el cuadrilátero. Fue bajarse con las cholas ya
midiéndose en el ring. Agazapadas. Y ya mojadas por el calor de los cuerpos que
se apelotonaban en el Heriberto Gutiérrez; algunos para ver sangrar a las
cholas, otros huyendo de los gases y las balas militares que atravesaban las
calles.
Miré a
Clotilde, que no pudo sostenerme la vista y volvió la atención a su
contrincante ya en movimiento. ¡¿Cuánto le ofreciste?!, le grité a Choque. Cien
dólares, fue la respuesta. ¿Por 100 mugrosos dólares va a participar de esta
locura? Respetala,
respondió El Gran Juan Choque. Respetala, porque lo hizo para que a vos no te
falte nada, agregó, casi solemne. Amagué
trepar al ring para hablarle a Clotilde pero cuatro brazos surgidos de la nada
me pararon en seco. Siéntenlo al lado mío, les ordenó Choque a los monos que me
bloquearon. Sentate y alegrate, me dijo. Que te estoy haciendo un gran favor.
Cuando volví la vista al cuadrilátero, La India ya montaba a La Robacorazones,
mí Robacorazones, por la espalda. Después vino el trompo previsible y Clotilde,
la mujer que me había elegido para su sacrificio, haciendo de sus manos dos
garras de animal para arrastrar de las trenzas a su rival. Un minuto después,
envión para apoyarse en las cuerdas y salto con las piernas hacia delante para
atenazar a La India por el cuello.
Un vaso voló
de entre las sillas hacia la lona. Después dos, tres, cientos más. El olor del líquido derramado
sobre el ring me despejó la nariz. Miré a Choque con desesperación. ¡Es
kerosene! ¡Es kerosene! Choque apenas soltó una risita. Sí, argentino, es un poquito de kerosene,
pero relajate que no va a pasar nada serio. Esto es show. Clotilde y La India
se entrelazan como dos gatos enojados, ruedan sobre la lona mojada con
combustible. ¡Choque pará esto, por favor! Pero El Gran Juan Choque está muy
concentrado en la lucha. ¡Matala! ¡Matala!, gritó alguien desde uno de los
costados del ring. La puerta del Polifuncional es una masa de cabezas entrando
a los empujones. Apenas si puedo adivinar el gas que tiñe de gris las calles de
El Alto. ¡Choque, por favor, pará esto!, volví a suplicar. La India está encima
de la cintura de La Robacorazones. Llueven las trompadas sobre las tetas de
Clotilde. Los puños que amoratan las cejas, la nariz chata, los labios de mi
mujer: la muda. La que no se queja. Vuelan los pelos arrancados de Clotilde.
Hasta que La India se levanta, acomoda su pollera verde agua, recoge el
sombrero bombín y vuelve a colocárselo en la cabeza. Alguien baja de las gradas
y le alcanza una garrafa. Clotilde apenas si tiene fuerzas para mover los brazos en señal de
que no está tan mal como parece.
La India
levanta la garrafa por encima de su cabeza. Una bandera de Bolivia cae sobre el
ring y se empapa de kerosene. Las guitarras, el calor, el tambor, el huayno
frenético se confunden en un vaho que hace borrosas las caras transpiradas y
las bocas brillosas de pollo masticado como si fuera chicle. La garrafa está
bien arriba. La India sonríe y clava la mirada en El Gran Juan Choque, que
mueve la cabeza hacia delante. Clotilde abre grandes los ojos desde el piso. La
garrafa comienza su vuelo libre hacia el suelo. Hacia la cabeza de La
Robacorazones. Pero un golpe seco, una especie de martillazo que viene desde la
entrada, congela la trayectoria del recipiente de gas. Después, todo se vuelve
una lengua de fuego. Un viento que cocina. Caigo hacia atrás con silla y todo.
Y, conmigo, Choque y todos los que se agolpaban junto al cuadrilátero. El ring. Soledad, La India.
Clotilde, La Robacorazones. Las llamas. En todos lados. Sobre todo el mundo.
Las llamas.
Luego,
despierto. El ruido que hacen mis pies siendo arrastrados por un pavimento
brotado de cartuchos usados y escombros, me saca del aturdimiento de la onda
expansiva y el griterío de los que no murieron quemados. Entreabro los ojos
para ver, apenas, una tela desgarrada que todavía cuelga de una ventana
astillada a cañonazos. Leo, dolorido, “El gas no se vende ni por Chile ni por
Perú”. Debajo de
esa bandera improvisada, ya sobre la vereda verde de soldados, ubico a El Gran
Juan Choque. Está muerto, pero los militares igual siguen pateándolo con ganas. En su cara desencajada a pisotones no veo
un solo rastro de esa alegría de la que tanto hablara. La vista se me apaga
cuando, ya siendo llevado de brazos y hombros por cuatro soldados, huelo bien
cerca el desinfectante de la ambulancia del ejército.
…
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