Juan M. Candal nos presenta La amante de Stalin de Luz Marus (PÁNICO EL PÁNICO)
LA AMANTE DE STALIN
Luz
Marus
Narrativa
Por Juan Manuel Candal
Esta autora tiene algo para decir, y lo
escupe desde la tripa, sin pedir permiso, sin presentar sus credenciales. Esto
es lo que hace única a La
amante de Stalin: no tiene género ni sufre del típico síndrome
autista de las novelas sin género.
Cuando recibí el
ejemplar de La amante de Stalin,
lo primero que noté fue que tenía la punta inferior de la tapa notoriamente
doblada hacia afuera. En ese momento no saqué conclusiones, pero no es una
imagen gratuita: el libro, con su portada en gama de grises, es un objeto
pequeño y bello; el descuido con el que el ejemplar había sido tratado, ese
pequeño quiebre que formaba un triángulo y deslucía la presentación del volumen
completa la mejor síntesis que se puede hacer sobre el contenido.
Tirame las tropas, que me gusta.
Toda la novela de la debutante Luz Marus se
puede leer como una suerte de carta neurótica de amor y despecho. Es una
lectura limitada, por supuesto, una mirada frívola e incompleta, pero la autora
le permite al lector ingenuo llevarla a cabo. En realidad, casi no hay
argumento en estas páginas atomizadas. Lo que Marus hace desde el primer
momento es ofrecernos una entrada a su mundo, a sus obsesiones, a su mente.
Quiere contagiarnos su neurosis, que autor y lector compartan una folie à deux. Y para eso es
necesario que nos cuente que conoció a un afamado escritor algún tiempo atrás,
un hombre al que le pagaba por ayudarla a corregir su primer manuscrito. Como
la narradora nos cuenta en uno de los párrafos más logrados:
«Leíamos de a dos. Yo tenía que mandarle una
copia por mail y llevar una impresa para hacer correcciones en lápiz. Él leía
desde su notebook y yo en voz alta. […]. Mientras yo leía, escuchaba que él
decía: “punto”, “coma, “punto”, “coma”. Y yo tachaba y agregaba puntos y comas
con mi lápiz. ¿Cómo puede ser Stalin? ¿Sólo tenías para corregirme los puntos y
las comas? ¿Y el resto? ¿El contenido? ¿No era todo un desastre? “Punto”,
“Coma”, “Punto”, “Coma”. Stalin me enseño dónde poner los puntos y las comas.
Yo ponía demasiadas “comas” y él me ponía los “puntos”. Stalin, en mi vida, me
puso los puntos.»
Stalin es el nombre con el que la narradora bautiza a su mentor. Pero
lo que comienza como una relación de maestro y discípula pronto se convierte en
una enfermiza historia de amor. Stalin es un hombre casado, de clase media,
asentado en una vida algo burguesa y aburrida pero que, de entrada queda claro,
no piensa abandonar. La narradora, que viene a llamarse Luz, casualmente —o
no—, utiliza los elementos de esta pasión neurótica para abordar también una
mirada sobre el acto de escribir, sobre sus propias limitaciones y —cuando su
maestro la abandona—, sobre la orfandad de una figura paternal literaria.
«Puede ser tan fácil la vida cuando hay amor
de verdad. Puede ser tan tediosa cuando no lo hay. Qué obviedades estoy
escribiendo. Stalin acá me diría: “Eso es un lugar común, es una pelotudez. No
lo expliques, no lo explicites, contalo. Contá la anécdota y punto”. Eso me
diría. Pero esta vez no está para corregirme y por eso en esta novela hay
frases que van a sobrar. Frases que explican de más. Que cuentan lo que la
situación misma ya está contando.»
Luz, la narradora, quiere ser aceptada,
quiere ser comprendida y querida. Lo busca en cada cosa que hace, incluso con
su escritura. Un proceso que, de tan obvio, deja de ser artificial para
devolver al texto a una primera instancia de fragilidad con la eterna gracia de
la niña naif como figura de soslayo.
Sin embargo, el trasfondo de la novela es el
del mundillo literario local. Se mencionan todas las instancias del proceso de
publicación: la escritura, la corrección, las discusiones con posibles
editores, la insistencia con las editoriales, los submundos del ambiente y
hasta los modos de recaudar fondos para el lanzamiento. Para dotar de un efecto
realidad instantáneo a su elenco de escritores invitados, Luz los va nombrando
y cuenta pequeños detalles de cada uno —a veces no más que una simple
percepción—, sin jamás dejar de hacer explícito que se trata de su mirada. Entre otros, desfilan
Daniel Guebel (con una escena memorable al comienzo del libro), Gonzalo Garcés,
Robertita, Lola Arias, Fernanda Laguna, Alberto Laiseca, Sergio Bizzio y César
Áira. Este monster parade
vernáculo puede parecer un tanto alienante para quien no conoce el ambiente, y
sin embargo, no lo es, porque, recordemos, estamos mirando el mundo a través de
los ojos de la narradora. No importa si sabemos quién es Bizzio o quién es
Guebel. Importa que están retratados de un modo que siempre nos dice algo sobre
Luz, y la persona con la que emprendimos el viaje es ella.
Así dicho, igualmente, puede que siga sonando
a novelón chismoso. Pero los devaneos de la narradora respecto de estos nombres
es sólo uno de los rieles sobre los que se desplaza el Expreso Marus. Esto queda claro,
y legitimado, cuando reconocemos el otro riel. Ahí es donde encontramos inmensa
cantidad de ideas, situaciones y comentarios a caballo de figuras míticas como
Chaplin, Carlo Ponti, Sofía Loren, Stephen King, Platón, Cervantes,
Kierkegaard, Marguerite Duras, Proust, Jean Renoir, Tolstoi, Fellini, Giuletta
Massina, Orson Welles, Lou-Andreas Salomé, Freud, Beckett y el recién llegado
Fogwill. Como sucede con el final de 8
y ½ o El Gran Pez,
estos nombres circulan a lo largo de la novela para reconfortar a la narradora.
Para explicar su obsesión con los amores simbióticos, para abrazarla cuando el
goce del regodeo en la miseria propia se vuelve insoportable. La inteligencia
de la autora está en no hacer esto de modo explícito —diría más: arriesgo que
ella ni siquiera es conciente de que está haciéndolo—, y dejar que un sinfín de
ángeles cinematográficos y literarios inunden su mundo y sus páginas, y por lo
tanto, nuestra lectura y nuestro imaginario.
Tres por uno: me llevo el libro.
Sin embargo, la novela depara algunas grandes
sorpresas en medio de su lectura. Luz nos dice que Stalin tiene mucho de
Hemingway, quizás algo de Dostoievski y una marcada conexión —al menos en su
cabeza— con el Marqués de Sade. Lo que hace entonces la narradora es pausar su
relato y diseccionar a estos tres autores, citando un párrafo de cada uno de
ellos e iniciando luego una especie de diálogo en el que ella habla por los
dos. Cuestiona la cobardía de un Hemingway que suena fantástico como hombre
derrotado en su literatura, pero patético como ejemplo de amor apasionado.
Encuentra en Dostoievski la figura del atormentado errático que quiere ser
amado y sin embargo aleja toda posibilidad real de que esto ocurra. Y trae al
Marqués hasta su cama para contarle cómo influyó en su adolescencia, en su
descubrimiento pulsante y pensante de lo erótico.
Más adelante, la narradora citará una
canción, “Por ese palpitar”. Dice «es la forma, lo canta Sandro y suena
impostado, lo canta Vicentico y suena verdadero». Pero también está hablando,
sin querer, sobre su propia escritura. Sandro era pura impostación. Vicentico
canta desde la tripa. Lo mismo sucede con este relato, que se devora en una
sola lectura larga y que suena a canción trasnochada, embebida y lunática.
Kurt Cobain también desafinaba, si vamos al
caso.
Volvemos al comienzo. ¿Por qué la imagen de
la portada con la esquina torcida y quebrada? Porque así es La amante de Stalin, novela que
está plagada también de torpezas: un lenguaje coloquial que por momentos irrita
—sobre todo, porque a diferencia del Loser
de Robertita, Luz tiene un notorio bagaje literario a cuestas—, repeticiones de
palabras que una revisión hubiera pulido, problemas con comas y erratas varias.
Esta desprolijidad no es poética. No añade nada al libro, excepto denunciar
cierta indulgencia a la hora de corregir. Irónicamente, la pulsión por publicar
—que reemplaza, de algún modo, al objeto-de-deseo-Stalin—, sirve como excusa,
pero no nos engañemos: a esta novela le hubiera hecho falta un trabajo más
prolijo de corrección. Dado que “La corrección” es uno de los capítulos, hay
que decir que en cierto modo ese apartado suena irónico.
Hacia el final del libro, Luz quiere tomarse
un anís cuando le comunican una traición inesperada. Nos remite a aquello mismo
que unas cuantas páginas antes, le recriminaba a Hemingway. Ahora el arco está
completo. En el medio, incluso, se permite contarnos el argumento de una novela
que no escribirá, y hasta cambiar a tercera persona para incluir un relato a
modo de cuento insertado en medio de la trama principal. Aquí es donde Luz sale
victoriosa. Porque las erratas se pueden revisar en futuras ediciones e incluso
nunca es tarde para encontrar quién termine aquellas lecciones sobre puntos y
comas. Pero esta autora tiene algo para decir, y lo escupe desde la tripa, sin
pedir permiso, sin presentar sus credenciales. Esto es lo que hace única a La amante de Stalin: no tiene
género ni sufre del típico síndrome autista de las novelas sin género. Se
parece más a un parque de atracciones que a un argumento. Pasa de largo de las
melodías de conservatorio para hacer un impromptu de fusión con actitud punk.
No hay técnico de sonido ni auto-tune. Y para el caso, Kurt Cobain también
desafinaba. Eso no le impidió conmover a una generación entera con sus
canciones.
Luz Marus es escritora, cineasta y periodista cultural. Escribe en la revista digital de crítica literaria Tónica. Su especialidad es la crónica. Ganó el premio por cuento urbano en la Biblioteca Nacional por su cuento Roma. Utiliza su muro de Facebook como un campo ficcional que le permite calmar la ansiedad de todo escritor: ser leído a diario.
La amante de Stalin es su primera novela publicada y la única que quiso publicar. Aguardan en un cajón: Nieve en Buenos Aires y Metálica.
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