REGALO: NI YANKYS, NI MARXISTAS… ¡ZOMBIES PERONISTAS! de Sebastián Pandolfelli ¡EL CUENTO COMPLETO!
Si te quedaste muy impresionado con la
mid season finale de THE WALKING DEAD te regalamos, para leer este fin de semana, un
relato completo de zombies argentinos y peronistas de uno de nuestros
escritores preferidos: Sebastián Pandolfelli. El cuento integra la antología El libro de los muertos vivos: un imprescindible
en cualquier biblioteca NE y para cualquier lector que espere sobrevivir en el
apocalipsis zombi.
No sea cosa que te agarre la
abstinencia de caminantes y salgas a los mordiscones…
Sobre el libro:
EL LIBRO DE LOS MUERTOS VIVOS
Ricardo Acevedo (Comp.)
Ediciones Lea
Cuentos argentinos
17 escritores argentinos muestran su
particular visión sobre los zombis, los muertos vivos que resucitan en todo el
mundo para horrorizarnos con su avidez por la carne humana. Convocados por el
cubano Ricardo Acevedo Esplugas, uno de los referentes internacionales de la
literatura de ciencia ficción, construyen historias de muertos pero también de
sexo, amor, política, enfrentamientos y miserias cotidianas. Un libro que
espanta, divierte y conmueve, y que nos lleva a una excursión que empieza en un
cementerio y termina allí donde se escuchen los gritos desesperados de quienes
luchan por sobrevivir al ataque de los muertos vivos.
Introducción: José María
Marcos.
Selección y prólogo:
Ricardo Aceveda Esplugas.
Cuentos: Leandro Ávalos
Blacha, Pablo Martínez Burkett, Juan José Burzi, Esteban Castromán, Diana Da
Silva, Luciana De Luca, Hernán Domínguez Nimo, Fernando Figueras, Juan Guinot,
Lorena Iglesias, José María Marcos, Luis Mazzarello, Guillermo J. Naveira,
Sebastián Pandolfelli, Jimena Repetto, Valeria Tentoni, Juan Manuel Valitutti.
Sobre el autor:
Sebastian Pandolfelli nació en Lanús en enero del 77
y se crió en Villa Diamante. Es músico, compositor y escritor. Integra el
cambalache sonoro Los Barriletes Cósmicos, una banda de rock. También toca la
guitarra en el experimento Cachivaches. Produjo y condujo algunos programas de
radio. No sabe manejar ni jugar al fútbol, pero realiza performances de
lectura. Es discípulo y lugarteniente de Alberto Laiseca.
Publicó "Rocanrol" (Ed.
Funesiana, 2008). "Choripán Social" (WU WEI 2012), su primera novela,
circuló en fotocopias y se convirtió en una especie de novela de culto. También
escribió dos libros de relatos: "Diamante" y "Mugre"
(Inéditos).
Y EL CUENTO!
NI
YANKYS, NI MARXISTAS… ¡ZOMBIES PERONISTAS!
Por Sebastián Pandolfelli
Jhonn Sunday era un científico. Uno
más entre tantos otros. Pero una obsesión que acarreaba desde chico terminó con
su carrera en los Estados Unidos y se tuvo que escapar. Cuando cumplió los seis
años, su padre, un ex marine amante de las armas le regaló un rifle. Le dijo
que ya era hora de hacerse hombre, le palmeó el hombro y lo llevó de caza. En
medio del bosque, luego de varias horas sin ver ni una codorniz, mientras
esperaban agazapados tras unos pastizales, apareció un oso enorme. El rugido
del animal lo paralizó. Se puso pálido y sintió que se convertía en una piedra.
Su padre le gritó que corriera pero él sólo atinó a quedarse ahí, inmóvil.
Entonces intentó alzarlo para escapar, pero el monstruo peludo, de un manotazo
le desgarró el cuello. Jhonn seguía sin mover ni un solo músculo, aterrorizado,
con los ojos como huevos duros, mientras el viejo se desangraba. Al rato, el
oso se acercó, lo olfateó y se fue como si nada. En ese instante su cabeza hizo
un click. Desde entonces su único objetivo fue ganarle a la muerte. Ya la había
visto cara a cara y se juró no volver a tenerle miedo. Nótese que en su idioma
natal “oso” y “miedo” suenan y se escriben parecido.
Otro dato curioso: su madre se casó
con el guardabosques que lo encontró.
Jhonn fue creciendo y resultó ser un
genio. Estudió ingeniería, física, química, matemáticas, filosofía, teología,
astrología, botánica y hasta hizo un curso de repostería y otro de origami por
correspondencia. A los seis años había visto a la muerte y diez años después le
vio la cara a Dios, con una compañera de estudios.
Consiguió empleo en un laboratorio y se
paseaba feliz entre libros y tubos de ensayo. En unos años llegó a dirigir su
propio equipo de investigaciones. Ahí empezaron los problemas: descubrieron que
utilizaba el tiempo y los recursos del laboratorio para su trabajo personal.
Quería encontrar una fórmula que impidiera la muerte. Soñaba con
eso (Y de vez en cuando tenía pesadillas en las que lo perseguía algún oso). Estuvo
meses probando y ensayando con la tetraodotoxina del pez globo, datura stramonium, extractos de piel de
rana, sopas de sobrecito, fernet Branca, cerveza Quilmes y otras tantas sustancias
peligrosas. Así hasta que un día sus pruebas con ratones salieron más o menos
bien. Había que matarlos y después, inyectarles la poción para ver si revivían.
Y ¡Eureka! ¡Revivían! Pero con algunas complicaciones. Cosas menores, como que andaban
atontados, babeaban, perdían pelo y parecían haber contraído sarna. Pero bueno,
hombre, no nos vamos a andar fijando en esas nimiedades cuando logramos revivir
a un animalito luego de haberle quebrado el cuello. ¡Que alegría! ¡Que emoción!
¡Se había convertido en Dios! Al menos para las ratitas del laboratorio. Ahora
tenía que probarlo con seres humanos pero no sería fácil. Jhonn Sunday era un
tipo solitario. Sólo tenía relación con su grupo de investigadores a quienes
daba órdenes cada vez más extrañas. Prácticamente vivía en el laboratorio. Su
único contacto con el exterior eran algunos colegas y una radio en la que
escuchaba música. Dejó de comer, de bañarse. Claro, no quería que se enteraran
en qué se basaban sus estudios. Una noche no aguantó más y le pidió a una
estudiante que se quedara fuera de hora para hacer unas pruebas. La muchacha se
negó y entonces Jhonn la correteó por todos lados con la jeringa a punto. Gritaba
como una marrana. Lamentablemente no logró atraparla. Entonces le agarró un
ataque de locura y quiso inyectar a uno de los muchachos de seguridad de la
empresa que se le venían al humo. “¡No entienden nada! ¡Ustedes no entienden!”
gritaba “¡Esto es por la vida! ¡Yo vencí a la muerte! ¡Suéltenme! ¡La fuerza es
el derecho de las bestias!” Le dieron una paliza y de más está decir que lo
echaron a patadas en el culo. Aunque al otro día lo dejaron ir a buscar sus
cosas, sus anotaciones y ya que estaba se llevó unos cuantos ingredientes para
seguir trabajando en casa. Pero la alumna lo denunció por acoso sexual y ahí se
le complicó la existencia. Tenía encima un grupo de militantes feministas. En
esos días estaba muy deprimido porque no podía trabajar tranquilo y no
encontraba excusa para matar a alguien y luego revivirlo. Entonces, un colega
austríaco llamado Ronald Richter, que era el único que lo entendía, se le
apareció en un sueño y le contó que Argentina era un país extraordinario donde
cualquiera podía hacer experimentos libremente y que nadie cuestionaba nunca a
un científico extranjero. Le dijo que él había estado allá en los años cincuenta
probando la fusión fría de átomos pesados, en la isla Huemul y que el
presidente Perón y los peronistas lo habían apoyado en todo. Jhonn se despertó
desesperado y empezó a buscar información sobre ese país de las maravillas. Se
metió en wikipedia y vio que los argentinos inventaron el dulce de leche, la
birome, el colectivo, el tango, a Borges, a Perón y a Maradona. Lo que más le
entusiasmó fue que Argentina estaba casi virgen en materia de ciencias y además
era un país barato donde podría vivir años con su buena indemnización en
dólares. Por otra parte se enteró de que el partido político dominante era ése
que siempre había apoyado el desarrollo científico. También descubrió que
existían unos pequeños poblados cerca de las ciudades llamados “villas miseria”
donde habitaba toda clase de gente. ¡Y que mejor lugar para un científico que
pretende experimentar con vidas humanas! Ahí nomás sacó pasaje y se subió a un
boeing de Aerolíneas Argentinas. Se subió, pero el avión no despegaba porque
los empleados estaban en huelga y el vuelo se demoró tres días. Finalmente llegó
a Ezeiza. Tomó un remís y como no sabía muy bien a donde ir se bajó en el
obelisco. Ese falo erguido en medio de la ciudad que pusieron ahí para
mostrarle al mundo que los argentinos tienen la más larga, la más ancha y que
son “re porongas”. “¿Conoce algún perounista?” le preguntó al remisero, que le
cobró doscientos dólares el viaje y le habló de los progresos de la ciudad con
el ingeniero Macri a la cabeza. “Tiene que ir a una Unidá Básica, jefe, siempre
están ahí rascándose las bolas…” le contestó y se fue.
Al rato estaba parado esperando un
taxi, pasó un motochorro y le arrebató uno de los bolsos. Por suerte sólo
contenía ropa. Los materiales de trabajo los traía en la valija. Quedó con lo
puesto, unos jeans gastados, zapatos de suela ancha y un guardapolvo que alguna
vez fue blanco. Jhonn era rubio, de ojos celestes. Llevaba anteojos de marco
grueso y la barba crecida y despareja. Parecía escapado de un viejo programa de
Teleescuela Técnica. Estaba atardeciendo. El sol grande y anaranjado se
disolvía contra la avenida 9 de julio como una pastilla efervescente. Se sentó
un rato en un bar y pidió un café. Miró por la ventana y vio pasar unos hombres
vestidos con harapos arrastrando unos carros enormes llenos de cartón, papeles
y desperdicios reciclables. Pagó el café y corrió hacia ellos. “¡Míster,
míster! ¿Donde es el villa de usted? ¿Conoce un villa? ¿Conoce a Perón?” preguntaba
agitado. El muchacho se quedó mirándolo un rato, sorprendido y le soltó: “¡Perón
se murió papi! ¡hace como treinta años!... Me parece gringo, que te faltan un
par de caramelo en el frasco a vos ¿No?... ¿Para que queré una villa? ¿Tas
queriendo pegar mandanga barata vó? ¡Ustede los gringos son todo iguale! Vienen
acá con los verdolaga y se hacen la
América , se hacen…” “¡Pasame unos verde guacho! ¡Si a vo te
sobran…!” le gritó otro. Ahí nomás repartió unos billetes y enseguida eran
todos amigos. “¿Vos queré conocer una buena villa, gringo? Mirá, macho, tenés
Zabaleta que está llena de paqueros, ahí te matan por dos peso, la 31 que es
más tranquila, Ciudad Oculta, La
Cava … depende lo que quieras… ¡Tenés villas para elegir de
todos los colores y todos los tamaño, JA!” le contaba el cartonero. “¿Usted
míster es de un villa?” preguntó Jhonn. “Sí, nosotros somo de Villa Diamante,
queda en provincia, en Lanús… ¿Querés venir con nosotro gringo? ¡Si te pagás la
birra está todo bien!” Y Jhonn Sunday se subió con ellos a un rastrojero
cargado de cartón hasta las pelotas. Al cruzar el Puente Alsina tuvo un poco de
miedo. Esa vieja construcción amenazaba con caerse en cualquier momento y por
abajo pasaba el Riachuelo, una masa líquida, negra, espesa y maloliente. “Este
río está tan contaminado, que si te caés, te derretís…” le comentó un
cartonero. Finalmente llegaron a Villa Diamante. El paisaje le recordó algunas
fotos de pueblos africanos o de la
India , esas de la National Geografic.
Calles de tierra, casillas de chapa y ladrillos huecos, veredas anchas y zanjas
con agua podrida. Algunos chicos descalzos corrían detrás de una pelota y
hacían barullo. Al bajar del camión, en la esquina, sobre una casa pintada con
cal, vio un cartel que rezaba: “UNIDAD BASICA PERON ES DIAMANTE” coronado por
el escudo del partido justicialista. Se emocionó y hasta le brotaron unas lágrimas.
“Vo, gringo… ¿buscabas peronistas? Ahí tenés… Ojo que son como los testigos de
Jehová, te va a querer convertir enseguida” le comentó uno de los cirujas, que
era militante del Polo Obrero. El rugido del viejo motor del camión, se
mezclaba con una música. Una base de bajo pop que le resultaba conocida. Se
acercó a la casa y batió las palmas. La canción sonaba fuerte. Golpeó la reja de
la ventana y de repente se abrió la puerta y casi se desmaya del susto. Creyó
oír el gruñido de un oso. Pero no, era otra cosa. Parpadeó varias veces. Un
zombie morocho con los ojos para afuera, enfundado en un traje de vinilo rojo y
negro, salió violentamente con un 38 en la mano. “¿Qué pasa máquina? ¿Qué queré?”
le espetó y se le cayeron pedazos de piel de las mejillas. “¡Hablá papi! ¿No
ves que estamos ensayando acá?” La música que venía de adentro lo trajo de
nuevo a la tierra.
Reconoció la melodía. Era Triller, de Michael Jackson. Pero
en ritmo de cumbia, el folklore local. En ese instante, de entre los pies del
zombie salió corriendo un perrito marrón y se puso a ladrarle desaforado a los
cartoneros que descargaban el camión. “¡Salí perro de mierda!” le gritaban los
muchachos y le tiraban algunas piedras. El bicho saltaba y gruñía. “¡Camporita!
¡Vení acá!” le ordenaba el dueño. Entonces el pequeño can mordió a un tipo en la pantorrilla. Era
el chofer, un gordo de campera verde y gorrito con visera. El tipo le ensartó
una buena patada y lo mandó contra el acoplado del rastrojero. La fatalidad y
sus caprichos: justo estaban bajando una bolsa enorme, llena hasta el tope. Adiós
Camporita. La mascota de la
Unidad Básica , fue aplastada por papel de diario tras el
golpe del camionero. “¡Noooo!” gritó el zombie y corrió hasta el lugar de la tragedia. Levantó
la bolsa y el perro no se movía. Lo alzó y lo miró fijo en silencio. Apuntó al
cielo con el 38, disparó tres veces y se puso a llorar. Ya sea por la emoción
del momento o por efecto de los disparos, en la calle no quedó un alma. Rajaron
todos como rata por tirante. Menos Jhonn que seguía parado en la puerta de la Unidad Básica.
Dejó de sonar la música y aparecieron el Toto y Miguelito
Miguel desde el fondo
de la sede peronista. “¿Qué pasó Cacho?” preguntaron a coro. “Se murió el
perro” contestó. “Yo estaba ensayando para el baile del Club y abrí la puerta y
se escapó y mordió a un boludo y lo patearon y lo aplastó una bolsaaaaa…” contó
entre lágrimas, con la
voz quebrada. Parecía un chico. Quedaron los tres en medio de
la calle de tierra, mirando a Camporita en silencio mientras corría una brisa
que levantaba pequeños remolinos de polvo. “Míster… míster… ¿Puedo revisar yo
el mascota suyo?” dijo Jhonn y de repente se hizo visible para ellos. “¿Y vos,
rubio? ¿De donde saliste? ¡Fue tu culpa! ¡Por vos se escapó!” le gritó Cacho
apuntándole con el 38. “Disculpe míster, yo le puedo curar el mascota si me
deja revisar…” dijo de nuevo, con las manos en alto y los ojos bien abiertos.
“¿Y que sos? ¿Veterinario?” preguntó Miguelito Miguel, rascándose una oreja.
Jhonn dejó escapar una sonrisa, levantó las cejas y se acomodó las gafas. Todo
eso en un gesto de película de far west que merecía ser coronado con un acorde
de guitarra. Rápidamente sacó un estetoscopio, una jeringa y un frasquito de la valija. Cacho , con
cierta desconfianza le entregó el pequeño cadáver. Toto y Miguelito miraban
expectantes. Jhonn, lo auscultó y comprobó la defunción. Entonces ,
echó otra sonrisa y lo inyectó. Dejó a Camporita en el suelo. “Hay que, ahora,
esperar un pocou…” dijo mirando a los compañeros. “Jhonn, Jhonn Sunday… Soy
científico…” se presentó estirando la mano derecha. “Miguelito Miguel,
peronista de Perón, un gusto compañero” dijo Miguelito. “Toto, ascensorista
municipal, que tal compañero” se presentó Toto. Cacho seguía desconfiado, sin
hablar. Se desabrochó la campera roja del disfraz, y abajo tenía una remera con
la leyenda “Duhalde 2011” .
“Este es Cacho, el titular de la Unidad Básica , peronista hasta los huesos y
bailarín amateur…” agregó el Toto palmeándole la espalda. En eso estaban cuando
Camporita se levantó, largó tres o cuatro ladridos cortos, se acercó a la bolsa
que lo había aplastado, gruñó, levantó una patita y se echó flor de meada.
Después lo miró, movió la colita y se metió adentro de la sede. “Che gringo ¿de
donde sacaste esa pichicata? ¡Que fenómeno!” comentó el Toto sorprendido,
mientras encendía un cigarrillo. “Es un prueba de experimento mío, por eso yo
aquí en Argentina, necesito apoyo para seguir… Tengo algunos dineros…” comentó
Jhonn y mostró un fajo de dólares. A los compañeros se les quedó la imagen de
Franklin tatuada en las pupilas. “Bueno, Jhonny, acá la casa es chica pero el
corazón es grande, te podés quedar con nosotros todo el tiempo que quieras, no
hay ningún drama…” le dijo Miguelito Miguel poniéndole la mano en el hombro.
“Por supuesto que vamos a necesitar unos billetes para gastos ¿viste?” agregó
el Toto manoteándole el fajo. “Bueno, bueno… ¿Por qué no vamos adentro y
charlamos más tranquilos?” propuso Cacho. “Miguel, andá a comprar unos
choripanes a la parrillita de doña Almada y doña Zina, así se va aclimatando y
de paso le enseñamos acá al amigo, lo que es la producción nacional de carne
argentina… Ah, y ya que está, trae una damajuana de tinto para bajarlos” ordenó
Toto pasándole un billete. “¿Puede ser un hamburguesa para mí…?” preguntó
Jhonn. “Ehhh, ¡Te equivocaste gringo! El paty es la representación más clara
del capitalismo y la burguesía explotadora… ¡Acá se comen chorizos! ¡Ese es el
alimento nacional y popular, compañero!” le contestó Miguelito. Entraron. La Unidad Básica era
más grande de lo que parecía por fuera. Se notaba el desgaste, el paso del
tiempo. Las paredes de la sala estaban un poco descascaradas y con manchas de
humedad. Había muchos cuadros, imágenes y fotos. Lleno de izquierda a derecha.
Como en un santuario aparecían Perón y Evita, Manuel Quindimil, Herminio
Iglesias, el Turco, el Cabezón, la
Chiche , Antonio Cafiero y un montón más. Una ensalada con toda
la fruta de todos los grandes pensadores y representantes de ese movimiento
político, revolucionario, transversal y solidario que los argentinos llevan en
la sangre aunque no les guste. Todo eso presidido por un busto de bronce del
General Perón de tamaño natural. El primer trabajador, brillaba imponente. Más
allá, atravesando una cortina de esterillas de junco, se llegaba a un patio
donde había una pileta pelopincho con agua en dudosas condiciones higiénicas y
unos sillones de metal algo oxidados. Para espantar los mosquitos habían puesto
unas ramitas de albaca colgadas con piolines. Se sentaron ahí y comieron y
charlaron toda la noche. Se tomaron tres damajuanas. Y se agarraron lo que vendría
a ser un pedo garrafal. Cacho, Toto y Miguelito le contaron sobre el movimiento
justicialista, mientras Camporita jugueteaba por ahí, babeando y medio
atontado. A la mitad de la segunda damajuana Jhonn ya era más peronista que sus
nuevos compañeros. Se puso de pié y tambaleó un poco. “¡Compañerous! Quiero
festejar un brindis en honor a mis amigous compañerous… ¡Viva Perrón Carrajou!”
gritó y los otros lo aplaudieron. Entonces se desplomó en el sillón y les contó su historia y dio algunos detalles
sobre sus experimentos. La cuestión es que al terminarse el precioso néctar de
Baco, le entraron al Fernet con Coca-cola. Y cuando empezaba a amanecer,
Miguelito Miguel, que estaba muy interesado en los experimentos de Jhonn, se
refregó los ojos y preguntó: “¿Se puede revivir a cualquiera que haya
espichado?” “No, no cualquiera… ¡Hip! tiene que ser muerto ¡Hip! de no mas de
año o año y medio, ¡Hip! tiene que ser cuanto ¡Hip! mas reciente mejor… más de
ese tiempo ¡Hip! muy viejo, no se puede…” contesto Jhonn con un ataque de hipo.
Entonces Miguelito sintió una iluminación. Dijo casi a los gritos: “Compañeros,
se me acaba de ocurrir algo que nos va a llevar a la gloria, ¡Vamos a revivir a
nuestro Caudillo! ¡Al Restaurador de nuestra patria! ¡Brindemos por la República Independiente
de Lanús! ¡Vamos a revivir a Don Manuel Quindimil!” Todos aplaudieron a rabiar
y brindaron otra vez. Camporita empezó a ladrar como loco. “¡Salí Campi!” Le
gritó Cacho y le ensartó una patada cortita pero certera. El perro corrió, pegó
un salto, abrió la puerta y salió a la calle. Ahí vio al chofer del rastrojero
y se le tiró encima sin darle chance a que reaccione. Lo mordió una cuantas
veces y volvió adentro moviendo la colita. Se le estaba cayendo el pelo y
echaba una suerte de espuma verdusca por la boca.
“Che, ¿Y por qué no revivimos al
General?” preguntó Cacho poniendo los brazos en jarra. “No se puede… ¡Hip! está
fiambre desde hace muchou y está embalsamado… ¡Hip!” contestó Jhonn, se quedó
pensativo un rato y preguntó: “¿Y si lo resucitamos a Néstor?” Los tres
soldados justicialistas lo miraron, se miraron y no dijeron nada. “Tenemos que revivir a Manolo Quindimil… con
él sí se puede, yo sé por que te lo digo…” dijo Miguelito y puso cara de
circunstancia. “¿Viste la chatarrería de Valentín Alsina?” continuó, “Bueno,
eso de la compra venta de chatarra es una puesta en escena… Ahí, abajo hay un
sótano blindado, es enorme y ahí están escondidos un montón de tesoros del
movimiento. Está desarmada la bomba atómica que construyó Richter, hay un
Pulqui que todavía vuela, un auto unión, una heladera SIAM, el sifón Drago
tallado en oro por Pallarols donde el General se preparaba la soda como a él le
gustaba… Está lleno de cosas. También hay un montón de documentación sobre los
experimentos que se hicieron para clonar a Perón… Alguna vez alguien lo va a
conseguir ¡Y entonces sí vamos a salvar a la patria! Todo esto yo lo sé porque
una vez entré con Don Manolo a buscar unos papeles y lo vi, y ahí me contó que
había encargado a un laboratorio un congelador criogénico donde pensaba
guardarse como Walt Disney para que lo saquen cuando le puedan curar el cáncer.
Lo malo fue que el caudillo se nos murió y el freezer de mierda ese llegó una
semana después. Igual para cumplir con la voluntad del viejo, se hizo toda la
ceremonia del entierro, pero el cadáver está congelado en la chatarrería.
¡Vamos ya mismo! ¡Síganme los buenos!” gritó Miguelito. “¡Sí!” gritó Jhonn y
cayó desmayado por la borrachera. “Bueno, aguantamos un poco, dormimos algo y
vamos…” dijo Toto bostezando. Desde afuera se escuchaban ladridos y algunos
gritos. Estaba amaneciendo y los zorzales empezaban a hinchar las pelotas con
su canto. Durmieron unas horas, tomaron un par de mates y estaban como nuevos. A
Jhonn esa infusión de Ílex paraguaiensis le resultaba con un extraño sabor a
acelga. Salieron decididos a cambiar el curso de la historia. Como buenos
peronistas. Afuera había algunos cartoneros dando vueltas sin sentido, como si
estuvieran drogados y el chofer del camión vomitaba, doblado sobre el capot.
“¡Que bárbaro, lo que hace la falopa loco eh…!” Comentó Miguelito.
“Compañeeeeeeeroooooo…” susurró uno de los linyeras y se le vino encima al Toto
tratando de morderlo. “¡Salí, de acá, trolo!” le gritó empujándolo. El espantajo
cayó a suelo y se arrastró lentamente.
“Compañeeeeeeeroooooo…” Aulló el chofer levantando la cabeza. Tenía los ojos
blancos. Miguelito sacó el 38 del bolsillo y disparó varias veces al aire. “¡Tomenselas
de acá, faloperos de mierda!” les gritaba enfurecido. El grupo los rodeó pero
lograron liberarse fácilmente a patadas y empujones. Como el rastrojero estaba
con la puerta abierta y las llaves puestas, se subieron y arrancaron a toda
velocidad hacia la chatarrería de Valentín Alsina. Al salir atropellaron a dos
de los cartoneros, que siguieron arrastrándose entre el humo del caño de
escape. Llegaron en diez minutos y rompieron el candado. Pasaron a través de grandes
montañas de chatarra, autopartes y fierros oxidados. Al fondo del terreno,
había una casilla que disimulaba la entrada al subsuelo. La llave de la puerta
blindada estaba debajo de una alfombrita que decía “Manolo conducción”. Bajaron
apurados. El lugar era sorprendente, un verdadero museo peronista y hasta tenía
un pequeño laboratorio. A Jhonn le brillaban los ojos de la emoción. Cacho y el
Toto no lo podían creer. “¿Vieron?” Comentó Miguelito orgulloso. “¡Ahí está!”
dijo, señalando un aparato que parecía una heladera industrial. Se quedaron
mirando sin animarse a nada, hasta que el científico tocó unos botones del
display. Se oyó el Ppfffffffffsssssssss… de la descompresión y salió un humito
blanco y helado. Efectivamente, ahí estaba el cadáver de Manuel Quindimil
enfundado en su mejor traje. Entonces Jhonn, rápidamente le inyectó la pócima
milagrosa. “Che… ¿Y cómo se descongela? ¿Le acercamos una estufa?” preguntó
Cacho. “No, no hace falta, no está precisamente congeladou, en cincou minutos
va estar bien…” le respondió el gringo y le tomó el pulso al Caudillo. Se
quedaron en silencio. Cacho encendió un cigarrillo. Miguelito Miguel, miraba
expectante. El Toto se paseaba entre los tesoros expuestos, silbando. Al rato,
el Caudillo abrió los ojos. Tenía la mirada vacía. “¡Manolo!” gritaron a coro
los tres militantes justicialistas. En un movimiento ágil, Quindimil se levantó,
se aflojó la corbata y agarró del cuello a Jhonn. “Compañeeeeeeeeeeeroooooo…”
dijo, saliendo de la heladera-féretro y lo mordió en el cuello.
“¡¡¡Aaaaaahhh!!!” gritaron los otros de la impresión. El científico cayó al
suelo convulsionando. El Caudillo-Cadáver los miró y se abalanzó sobre ellos.
“Compañeeeeeeeeeeeeroooooooo…” “¡Viva Perón carajo!” gritó Miguelito, haciendo
la “V” con sus dedos índice y anular. El muerto-vivo sonrió, hizo el mismo
gesto y se le tiró encima tratando de morderlo. “Compañeeeeeeeeeeeroooooooo…”
“¡Don Manolo! ¡Soy yo, Miguelito Miguel! ¡Señor Intendente! ¡Trabajo con usted
en la Municipalidad !”
trató de persuadirlo, pero el Caudillo-Zombie lo perseguía sin hacer caso.
Cacho, del susto se escondió adentro de la heladera y se le trabó la puerta. El
Toto se había esfumado. En un momento, Jhonn se levantó tambaleando, escupió un
poco de sangre, “Compañeeeeeeroooooo…” soltó en un susurro y se acercó a
Miguelito que quedó atrapado en un rincón entre los dos cadáveres andantes. Se
puso pálido, estaba aterrorizado. En
eso, se escuchó como un estruendo y desde atrás apareció el Toto con una sierra
eléctrica. Bbbbrrrrrrrrrrrruuuuuuuuummmmmmmmmmm… De un solo golpe le cortó la
cabeza a Jhonn y el cuerpo cayó desplomado sobre un charco rojo. “Ahhhrgg
compañeeerr…” suspiró la cabeza y cerró los ojos. “¡¡¡Son zombies, boludo!!!”
gritó el Toto, “Esto lo tengo visto en un montón de películas…Ya me parecía que
este gringo nos iba a traer quilombo…” dijo resoplando. Quindimil, vomitó un
líquido negro, trató de morderlo y le pegó un empujón. Toto cayó al suelo, la
sierra se le soltó y rodó hasta la heladera. Toto se arrastró para agarrarla de
nuevo y el zombie lo montó como a un caballo y le apretaba el cuello. Miguelito
tomó una escoba y le pegó unos cuantos golpes, pero no le hacían nada. Se abrió la puerta del congelador criogénico y
salio Cacho. “Brrrrrrrr…Boludo… ¡Que frío que hace ahí adentro!” dijo
temblando, mientras se refregaba la cara. Miguelito se paró firme, levantó el
brazo derecho haciendo la “V” y entonó la marcha peronista: “Loooos muchachos
peroniiiistas… Todos unidos, triunfareeeeemoss…” Quindimil soltó al Toto y se
puso de pié imitando el gesto de Miguelito. Pretendió cantar pero de su
garganta sólo salían sonidos guturales. Algo así como: “Ggggggrrrrrrrrrrrgggghhh…
AAaaaaaaaaarrggghh… Compañeeeeerrooooo…” Ahí, Toto manoteó la sierra eléctrica
e intentó arrancarla. Pero ya no funcionaba. En ese momento Cacho le pegó tres
tiros con el 38 y se quedó sin balas. El Caudillo-zombie seguía de pie.
Entonces largó el revólver, agarró el sifón de Perón, ése tallado en oro y se lo
partió en la cabeza. “¡Chupála!” gritó Cacho. Un pedazo de cráneo con sesos se
estampó contra la pared, el cadáver de derrumbó en el suelo y un líquido
verdoso formó un charco. Los tres amigos peronistas, suspiraron. “Muchachos, si
esto es como me imagino, si de verdad pasa como en las películas, allá afuera
debe ser un infierno…” dijo el Toto. “¡Que gringo hijo de puta! ¡Estamos en el
horno!” comentó Cacho y pateó la cabeza de Jhonn. “Pensemos en algo, tenemos
que rajar de acá…” dijo Miguelito, secando la transpiración de su frente. “¡Hay
que hacerlos cagar antes de que contagien a todo el mundo!” soltó el Toto.
Mientras tanto, afuera, los zombies se
multiplicaban rápidamente. Camporita rascaba la puerta de una casa. Salió una
vieja gorda con un vestido floreado y lo vio. “¡Hay que lindo perriiito!”
exclamó y se agachó para acariciarlo. El pequeño can le saltó a la cara y le
arrancó la nariz de un tarascón. Un chorro de sangre manchó la pared. La vieja
de desmayó y el animalito endemoniado se fue moviendo la cola. Un tipo con la
camiseta de Boca Juniors entró al Bar del Club 12 de Octubre, se acodó en la
barra y pidió una cerveza. En el televisor se veía el partido Boca-River.
“¡Salúd!” dijo levantando el chopp. “Compañeeeeeeeeroooooo…” dijeron los
parroquianos desde las mesas y se le fueron encima. Una señora con ruleros
estaba barriendo la vereda y vio a un hombre saltando la tapia de su vecina de
enfrente. “Yo sabía que esa tenía un amante” pensó. Dejó la escoba tirada y
salió corriendo hasta la peluquería de la esquina para contarle el chisme al
peluquero. Atravesó la puerta excitada. “¡No sabés lo que acabo de ver!” gritó.
“Compañeeeeeeeeroooooo…” respondió el peluquero con la tijera en la mano.
Mostró los ojos en blanco y la boca morada. Giró la silla. El cliente era un
niño rubio de ojos saltones que tenía un tajo en la frente del que salía
sangre. Se puso de pie de un salto y la mordió en un brazo.
Pero volvamos con nuestros Héroes
Justicialistas: “¡¡¡Ya sé!!!” gritó Cacho dando un puñetazo a la heladera. “Hacemos
explotar la bomba que está ahí” continuó, señalando el artefacto construido por
Ronald Richter. “¡Pará, boludo! ¡Así vamos a cagar fuego nosotros también!” le
contestó el Toto. “No anda, está desactivada hace cincuenta años…” suspiró
Miguelito, “Yo pensé en salir volando en el Pulqui, pero no tiene nafta.”
volvió a hablar Cacho y encendió un cigarrillo. “¡Busquemos armas!” propuso
Toto. “¡JA! ¡Mirá lo que encontré! dijo Miguelito y de un golpe abrió un
armario enorme. Ahí adentro había varios cartuchos de dinamita, dos escopetas
de doble caño y una caja de municiones. Cacho se frotó las manos, emocionado. “¡Vamos
Miguel carajo!” festejó. “Che, se me ocurrió algo… Me parece que lo que nos va
a ayudar es lo único que tenemos en común todos lo peronistas… ¡Tenemos que
volver a la Unidád
Básica !” dijo Miguelito cargando la dinamita en un bolso.
Agarraron las escopetas y salieron. De
atrás de una pila de fierros viejos apareció el cuidador de la chatarrería, con
un machete en la mano y dando saltitos porque le faltaba una pierna. “¿Que pasa
compañero…?” “¡Compañeros son lo huevos!” dijo Cacho y le voló la cabeza de un
escopetazo. “¡Boludo, mataste al rengo!” dijo Toto “Y parece que estaba sano…”
comentó Miguelito. “Bueno, che, nunca me lo banqué al gil ese…” respondió Cacho
encogiéndose de hombros y se calzó el machete a la cintura. Montaron
el camión rastrojero y salieron a toda marcha.
Manejaba Miguelito. Encendió la radio y sonaba una canción de Dos Cachivaches,
un dúo de heavy metal. Cantaban a los gritos: “El flequillo de Satán… El
flequillo de Satáaaaaan…” Subió el volumen y pisó el acelerador. Al llegar al
barrio, había un montón de zombies paseándose por ahí. Andaban lento, se
tambaleaban, se arrastraban. Miguelito y el Toto bajaron de un salto y ¡Pum!
¡Pam! ¡Pum! empezaron a abrirse camino a escopetazo limpio. Cacho tiraba
machetazos a diestra y siniestra. Era un espectáculo dantesco. Los zombies lánguidamente
se les acercaban. Miguelito encontró a Camporita en la puerta de la Unidad Básica. “Perdoname
compañero” dijo y apretó el gatillo. Donde estaba la mascota quedó una mancha
roja. “Muerto el perro, se acabó a rabia…” dijo el Toto, palmeándole el hombro.
“Faltan éstos” dijo Cacho señalando a la calle infestada de muertos vivientes
que aullaban: “Compañeeeeeeerooooooo…” Miguelito entró a la sede peronista
mientras sus amigos lo cubrían. Un flaco alto, con la cabeza de lado,
escupiendo líquidos amarillos saltó sobre Cacho. Toto le apuntó, pero no tenía
munición, entonces le pegó con la culata. Cacho tiró un golpe de machete y le cortó
un brazo. Saltó un chorro de sangre negra. El zombie se alejó un metro y ahí de
otro machetazo le arrancó media cabeza. Los sesos quedaron desparramados en el
piso. Miguelito salió arrastrando un parlante grande, un megáfono y el centro
musical. Los otros dos lo miraron sin entender. “Enchufá este aparato a la
batería del camión y sacá el parlante para afuera” ordenó serio. Cacho acató
enseguida, abriéndose paso a golpes y patadas. Entonces Miguelito puso la boca
en el megáfono y empezó a cantar: “Looos muchachoooos peroniiiistas…” en ese
momento todos los zombies se quedaron quietos e intentaron cantar. Eran un coro
del infierno. Entre gemidos y gritos. Cacho puso play en el equipo musical y se
escucharon bien fuertes los primeros acordes de la Marcha Peronista interpretada
por Hugo del Carril. Los tres subieron de nuevo al camión y Miguelito arrancó.
Fue manejando despacio, a paso de zombie. El rastrojero, con la marcha que
nunca se marchita, era como un flautista de Hamelin atrayendo a los cadáveres
andantes. En un rato llegaron al Puente Alsina y se detuvieron en el medio.
Justo sobre el Riachelo. Ahí Cacho y Toto entendieron el plan. Dividieron los
cartuchos de dinamita y salieron a colocarlos en las bases de la construcción. Eran
pocos explosivos, pero el puente estaba tan viejo que con menos pólvora que esa
se vendría abajo. Miguelito seguía cantando emocionado a través del megáfono.
Cuando los otros dieron el OK, se bajó del camión y fue con ellos a refugiarse
en tierra firme, detrás de un colectivo abandonado. Cientos de muertos vivos
escuchaban la música y cantaban en el centro del puente. “Con la gran masa del
pueblo… Combatiendo al capital…” fraseaba el cantor y Miguelito encendió la mecha. Segundos
después, cuatro explosiones y el Puente Alsina de derrumbó. Los zombies cayeron
al riachuelo y empezaron a derretirse. Algunos tiraban manotazos intentando
zafar, pero el río está tan contaminado que corroe todo lo que cae allí.
Después de unos minutos hubo un silencio de muerte. “¡Viva Perón carajo!” dijo
Miguelito festejando. “Espero que éstos sean todos” comentó el Toto, recargando
la escopeta. “Y si alguno cruzó, ya es problema de la Capital…” siguió. Cacho
encendió un cigarrillo y le dio una pitada. “Se me abrió el apetito, me comería
un sanguche de fiambre…” comentó mirando los restos de cadáveres que flotaban.
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