CUENTO COMPLETO: POR MIS HIJAS, una historia policial de Manuela Centeno
POR MIS HIJAS
A Nidia F.
Sobre la autora:
Sandra se acuesta, apoya la cabeza en la almohada y se acomoda contra la
pared para mirar el cielo desde la ventana; un recorte donde entran dos
estrellas; con eso le alcanza, son esas dos las que necesita: Paula y Lola,
mirándolas puede dormitar por algunas horas. Si esa ventana no existiera, hace
rato que se hubiese cortado la yugular con la cuchillita del sacapuntas que, en
una visita, Paula, la más chica, le dejó para que no tuviese excusas para no
escribirle.
¿Qué podría contarles? Que la cagaban a palos cada vez que salía al patio,
que apenas si comía un pedazo de pan porque las internas le quitaban la bandeja,
que cuando le abrieron la cabeza porque era rubia y de ojos claros una
enfermera la cosió sin anestesia y, después de agonizar durante cuatro días, la
metieron bajo la ducha helada, y que reaccionó cuando sintió que le
canalizaban el brazo.
No hubiera podido contarles de ese submundo pero sí dibujar mentiras. Y
apaciguar el dolor con las cartas
recibidas o con los días de visita aunque compartiera tan poco tiempo con
ellas, al menos, podía escucharlas, observar cada detalle de sus pequeños
cuerpos, cada nuevo gesto. La vida se reducía a esos cuarenta minutos. Después
esperaba la noche para hablarles en silencio frente a la ventana y decirles que
las amaba.
Pronto cumplirá treinta años. Para cuando salga, tendrá sesenta y
espera que, en unos años más, sus hijas ya no la visiten;
se prepara para enfrentar esa circunstancia por el bien de las nenas,
para que puedan tener una vida normal, digna, sin el peso de la vergüenza. Está
decidida a cortar ese vínculo; de otro modo, sus niñas no podrán formar
pareja.
Imagina situaciones donde Lola, ya convertida en
mujer, le dice a su novio que su madre está en la cárcel porque mató a la mujer
de su amante. El chico abre los ojos como platos, agita la cabeza, traga saliva y piensa
que seguramente su suegra no es culpable, que tal vez se trata de un error, y
después escucha la voz de Lola que le dice que su madre se declaró culpable
pero que ahora está arrepentida y quiere pagar por lo que hizo. El chico le
pregunta si la víctima tenía hijos y Lola le responde que sí, que son tres
chicos los que quedaron sin madre pero que el padre, el jefe de policía, se ha
hecho cargo de sus hijos, que al principio se tomó licencia por dos años pero
finalmente terminó renunciando a su cargo y que los chicos ahora tienen la misma edad que ellas,
alrededor de los veinte. El novio y ex futuro esposo no puede salir de la
conmoción y sigue: ¿Cuánto lleva en la cárcel? Catorce años, dice ella apenada
¿Por qué la mató? La mujer encontró a mi mamá con su esposo en la cama. No supo
explicar cómo fue, le disparó en el pecho. El chico se sienta y agita la
cabeza. Una sensación inexplicable se apodera de él y de todo el amor que siente por Lola. Quiere salir corriendo pero se
queda inmóvil: me dijiste que tu padre se había suicidado. Esto es muy
raro. Ella lo mira, traga saliva y prefiere callar porque sabe que cualquier
explicación sería inútil. Ve cómo la mirada de su novio se opaca. ¿Y ahora me
lo contás? Me mentiste. Hasta me inventaste el viaje a España para ir a
visitar a tu madre algún día. Queda inmóvil con la mirada perdida en el suelo,
camina hasta la puerta, la abre y se va para no volver nunca más.
Sandra tiene que hacerse a la idea de soltar a sus niñas,
cambiarles esos cuarenta minutos semanales por la felicidad, para que
puedan formar una familia y encontrar a un compañero de vida como lo fue Miguel; él
la respetó siempre, aunque la dejó sola
con dos bebés, endeudada y sin trabajo.
Tal vez la decisión de Miguel fue el origen, el comienzo del fin de la gran
tormenta que arrasó con su vida y de la que ahora solo le quedan las imágenes
como fotografías, los sonidos que la envuelven, el llanto de las recién
nacidas, las risas, las primeras palabras y los olores. La casa huele a bebé, a leche, a pañales, a
papilla mezclada con la colonia de Miguel que la espera bañado y perfumado. Cuando ella abre la
puerta él la recibe con un beso, le pregunta cómo le fue en el trabajo, agarra
su agenda y sale apurado para no perder el ómnibus. Pero aquél día la secuencia
ocurre de otro modo: la fragancia a pino no se siente, las niñas lloran sin
consuelo, la más grande la agarra de la mano y la conduce por el pasillo hasta
el baño; en el camino Sandra se asoma para ver a Paula que llora en la cuna y,
cuando vuelve la vista al baño, ve los pies de Miguel colgando a la altura de
la bañadera. Lola entra y lo tironea del pantalón. Sandra le tapa los ojos y la
saca del baño mientras grita. Sale corriendo, agarra el teléfono y llama a la
ambulancia. Vuelve a la habitación, saca de la cuna a Paula, agarra a Lola de
la mano y sale de la casa. En la vereda siente ganas de vomitar, lo recuerda
tan bien que le arde la garganta, hace fuerza para no despedir el guiso de papa
que las internas cocinaron para la cena.
Aquél día fue un
antes y un después: cuando salió a la vereda y se encontró sola con las dos
nenas esperando la ambulancia que parecía no llegar nunca entendió que la
tragedia había tocado a su puerta. Ahora la cárcel es su presente. Sandra
respira profundo y ahoga el llanto. Enseguida escucha:
—Dejate de joder y dormite —ordena la Mole Moni.
— Dejala tranquila —le advierte la Rosi.
—Vos callate porque te rompo la cabeza a patadas —grita la Mole.
Sandra llora y cuando levanta la cabeza ve que la Mole Moni viene hacia
ella, le estira la mano de carnicero y la agarra de los pelos.
—Dejala gorda hija de puta que te voy a abrir como a un sapo —dice la Rosi
con su voz masculina y levanta su metro ochenta de la cama, camina hasta la
Mole Moni y le ensarta un alambre de púa en el cuello. La Mole se paraliza en
el acto, abre la mano que sostiene el mechón de pelo de Sandra y levanta los
brazos como si la estuviesen por requisar.
—¡Prometé por tus hijos que no la vas a joder más!
—Me las vas a pagar…
—¡Prometé! Mirá que la Yamilé sale mañana y hace cagar a tus hijos si
seguís haciéndote la gallita.
—¡Está bien! Lo prometo por mis hijos
| —Mirá gorda que salgo mañana…—dice la
Yamilé.
—¡Sandrita seguí llorando que losotras te vamo a bancá! —grita una.
La
Rosi libera a su contrincante.
La penitenciaria mira desde afuera.
La celda es una habitación grande donde duermen veinte internas, desde su
puesto puede ver cada rincón del lugar. Sin moverse ni emitir sonido le clava
la mirada a Sandra y se la sostiene por una fracción de segundos. Sandra deja
de llorar, su cuerpo se distiende bajo esa mirada. Se siente segura y entra en
un sueño profundo. Esa noche, después de mucho tiempo, podrá dormir mejor.
Al día siguiente, cuando salen al patio busca a la penitenciaria. Era una chica joven, a diferencia de las
otras. La ve apoyada contra el paredón
resguardándose del sol. Sandra se le acerca porque intuye que no es como las demás;
esta mujer, tiene la mirada amable.
—Hola. Soy Sandra.
—Romina, Romina Córdoba.
Sandra siente que se le aflojan las
piernas cuando escucha el apellido. Palidece, baja la vista y recuerda la cara
de espanto de Estela Córdoba cuando la bala le perforó el estómago.
—Si, soy la hermana de Estela. Tanto
tiempo esperando este momento y por fin te tengo enfrente.
Romina se le acerca con lentitud.
Sandra fija la mirada en el piso.
—Quería tener la oportunidad de verte
otra vez.
Sandra intenta no llorar y sigue
estaqueada frente a la penitenciaria con la cabeza gacha. En ese momento suena
el timbre. Romina Córdoba le advierte
“después la seguimos” y sale a ordenar a las internas.
La Rosi se acerca:
—Esta hijaeputa estuvo hablando con la
Mole. Es la hermana de tu muerta.
A Sandra se le estruje el corazón
cuando escucha “tu muerta”. Intenta decir algo pero las palabras no le salen.
—La Córdoba ésta te quiere hace boleta
y sabe que la Mole por dos mangos le hace el trabajo. Pero vos no te preocupes
Sandrita que yo te voy a defendé. Te venis a mi cama. Así no te pasa como
cuando te agarraron en el baño y te hicieron de todo.
Caminan hasta el comedor. Era el turno
de cocinar de “las trolas”, “las guachas” cocinaban mejor aunque comer en
esas condiciones mínimas de higiene le revuelve el estómago y por eso había
bajado mucho de peso desde que estaba adentro.
La Mole Moni no
cocina. Se sienta a comer su ración y después, si ninguna de las internas le
regala su plato, se pone de pie, camina alrededor de la mesa, elige a una
víctima y le saca la comida.
Todas las internas están en fila esperando su ración salvo la Mole Moli que
está sentada comiendo.
—No la mires —dice la Rosi.
Pero los ojos traicioneros de Sandra se cruzan con los de la Mole y se desata
la tormenta. La Mole se pone de pie y camina en línea recta hasta Sandra. La
Rosi se le adelanta y la frena.
—La Yamilé sale hoy y va hacé boleta
a tu familia. Dejala tranquila a la Sandrita. Ya tené la nueva.
Aunque la Rosi es tan despiadada como la Mole, ella no está de acuerdo con
prolongar los bautismos. Cuando alguien entra se le muestra quien manda en cada
bando y para eso ponen en práctica sus métodos de sumisión. Sandra ya tiene en
claro quién manda en cada bando.
—Con ella es distinto porque es tu protegida —dice la Mole y ve que la
penitenciaria se acerca.
—¡Sentate! —ordena Romina Córdoba y
hace retroceder a la Mole con el bastón en la mano.
Sandra está confundida con la actitud de la penitenciaria.
—Se hace la buena para despistar. Esta noche dormimos juntas —le susurra la
Rosi a Sandra.
Sandra sabe que la protección no le saldrá gratis al igual que con el
comisario cuando la llevaba al departamento.
Ese día pasa lento y Sandra cree que la noche será otra pesadilla. La Rosi
la va a manosear en la cama y la Mole la vendrá a matar, se van a trenzar como
gatas y, si sale con vida gracias a la protección de Rosi, la siguiente tal vez
la muerte la encuentre en el baño, o en la ducha o en la cocina.
La noche llega. La Rosi espera a Sandra en la cama. Sandra se acuesta
vestida. La luz se apaga. Sandra siente impotencia pero es mejor que el asco
que le provocaba el comisario o el pánico que experimenta cuando la Mole se le
acerca. Cierra los ojos y espera sentir las manos de la Rosi en la entrepierna.
En lugar de eso, siente el aliento de su compañera y la voz gruesa que le dice:
—Quiero que mañana nos casemos.
Sandra siente que se le congela la sangre. Ve a Miguel esperándola en el
altar, los invitados que la miran como a una Diosa. Su castillo había sido
arrasado con la última ola, la de la depresión de Miguel y así fue como pasó de
esa fortaleza a la mazmorra.
—Sandrita, con vos es distinto. Yo no
te pienso tocar un pelo si vos no queres pero pensá que casadas podemos tener
muchos beneficios.
Una hora más tarde, cuando las internas
están dormidas, Sandra ve una silueta del otro lado de los barrotes. Siente el
ruido de las llaves que abre la celda y la luz de una linterna que camina hacia
ella. La Rosi, siempre alerta, ve a la penitenciaria que se le acerca y le
apunta con la 9mm.
Romina Córdoba le hace seña a Sandra
que se acerque. Sandra obedece. Romina la agarra del brazo y la lleva afuera.
Cierra la celda con llave. Caminan por
el pasillo hasta una oficina. Romina la obliga a sentarse. Se le para enfrente,
se cruza de brazos y espera la reacción de la interna. Sandra no puede mirarla,
se quiebra y el dolor sale por sus ojos.
—Mi hermana no hubiese querido esto
para vos y tus hijas. Ella se aguantó
muchos años de
golpes y humillaciones pero ya sabés que no podía hacer nada.
Sandra lo sabe bien. Lo supo el mismo día en que conoció a ese monstruo después de que Miguel
se suicidara. El jefe de policía estaba en la comisaría cuando ella fue a hacer
autentificar unas firmas: se le acercó, la miró con ojos inquietos y después le
ofreció ayuda. Terminaron tomando un café en el bar de la esquina. Sandra, desorientada con tanto trámite, no podía sola
con las dos nenas, un trabajo de diez horas, lo embargos y los prestamistas que
la amenazaban. Por desesperación, aceptó la ayuda del diablo; por debilidad,
por estúpida. A cambio de dos encuentros semanales en un departamento de la
zona, pudo salir a flote. Apenas unos
meses de tranquilidad a cambio de sexo. Por sus hijas, Sandra fue capaz de soportar
el asco que le provocaba que ese tipo la tocara, la penetrara con brusquedad y
le hiciera hacer cosas que ella nunca había hecho con nadie. Tenía que ser
fuerte y poner el cuerpo. Pensó que, en algún momento, eso se terminaría. Nunca
imaginó ese final: ella arrodillada en la cama, él teniendo sexo con un menor de edad, un ruido, la
puerta que se abre, los ojos de espanto de una mujer joven. Él le grita: —¡Qué
hacés acá! Después estira el brazo, agarra la 9 mm que está sobre la mesa de
luz y dispara. Estela Córdoba muere en el acto.
—Sé que te declaraste culpable por el bien de tus hijas —dice Romina— pero
nunca me creí el cuento de lo que pasó aquel día.
—Mis huellas… —susurra Sandra.
Romina la interrumpe:
—La presencia del chico en la escena del crimen me dio la fuerza para
vengarme. Después de varios años de insistir, el pendejo se quebró y me contó
la verdad.
Una sombra corre por los ojos de Romina.
—Conocí muy bien a ese asqueroso, desde chica que… —dice la penitenciaria
pero no puede seguir hablando.
La impotencia corre por el cuerpo de las dos mujeres. Sandra agita la
cabeza como poseída.
—Sandra, el chico está dispuesto a confesar. Prometeme que vas a declararte
inocente: por mí, por mi hermana, por ese chico…
—Y por mis hijas —agrega Sandra, con una fuerza nueva en la voz.
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