#FRAGMENTOS Sólo te quiero como amigo de Dani Umpi - Novedad Julio de Blatt & Rios

SOLO TE QUIERO COMO AMIGO
de Dani Umpi

Colección Blatt & Ríos

Montevideo, primera década del siglo XXI. El narrador de Sólo te quiero como amigo cae “en la trampa de las parejas con apartamento luminoso y división de gastos diarios”. La novela, que va y viene en el tiempo, se interroga por el lugar del amor en las relaciones, y por las relaciones en sí. Como todo en Dani Umpi, las frases brillan con chispa, humor e inteligencia (y, quizás, un poco de psicosis). La soledad, la inseguridad, las supuestas ventajas de la vida moderna son puestas en crisis por esta pequeña, y nada pretenciosa, obra maestra.


Dani Umpi nació en Tacuarembó, Uruguay, en 1974. Es escritor, músico y artista visual. Publicó las novelas Aún soltera (Eloísa Cartonera, 2003), Miss Tacuarembó(Interzona, 2004), Sólo te quiero como amigo (Interzona, 2006) y Un poquito tarada (Planeta, 2012); los libros de cuentos Niño rico con problemas (La Propia Cartonera, 2009), El vestido de mamá (con ilustraciones de Rodrigo Moraes, Criatura, 2011) y ¿A quién quiero engañar? (Criatura, 2013); y la selección de poemas La vueltita ridícula (Vestales, 2010). Como músico, editó los discos Perfecto (2006), Dramática (2009), Mormazo (2011) y Lechiguanas (2017), entre otros.

LEE UN FRAGMENTO ACÁ:

Uno
Es muy fácil darte cuenta cuándo tu novio te va a dejar. Es como en el resto de los acontecimientos de la vida. Nada cae del cielo de repente, de improviso, pataplum. Abrís el botiquín y ya no está el desodorante. Lleva su tiempo, su vuelo, su aterrizaje, su germinación y putrefacción. Pum, pum, pum, pataplum. No es un golpe seco que sale quién sabe de dónde. Nada que ver. Es un pausado abrir y 
cerrar de ojos, un pestañeo en cámara lenta. Con un poco más de atención y estado de alerta constante, focalizando, veríamos que esas sorpresas también siguen la lógica de la causa y el efecto, la semillita y el arbolito, el huevo y el tordo. Es un proceso lento, acelerado, hasta que llega un momento en el que tu pareja se harta de vos y te deja.
Es muy fácil darte cuenta cuándo tu novio te va a dejar porque intenta vivir en aparente serenidad, mientras los detalles se tornan grotescos, multiplicándose como en esos documentales sobre células fagocitadas. Critters. En cualquier circunstancia, en cualquier sitio, de cualquier manera, sus movimientos se vuelven aleatorios, inconexos, ridículos. Sin embargo, tienen su lógica. Dice que va a la casa de su madre, llamás por teléfono, ella atiende y confiesa que no lo ve desde el fin de semana. Lógica. Sigue la lógica que tiene el mundo cuando tu pareja te va a dejar. Titubea y de pronto, en dos segundos, suelta lo que no pudo decir en meses. “Me voy, no me busques ni llames a mi madre, por el bien de los dos, quedate con la licuadora”. Se va. Deja la puerta abierta. Se va. Llega un momento en el que se va, pero uno se puede dar cuenta antes, antes de llamar a su madre, antes de escuchar lo de la licuadora, antes de recordar lo de las células y el huevo, antes de pensar que todo parece salido de una película.
Uno rebobina.

Dos
Unos pocos días antes de la partida, el plan de felicidad imperante se va de las manos y no hay marcha atrás. No es algo que le ocurre a él, una falla suya, sino algo personal, nuestro, algo que siente uno mismo y es imposible controlar: el futuro autónomo. Ya está. Vuela. Es como si ya se hubiera ido. Parecía que ya se había ido. Yo lo veía venir, trotando a paso seguro, pero quedaba callado, ni siquiera lo pensaba detenidamente. Me daba cuenta de que me iba a dejar y me dejaba llevar. ¡Arre! Mejor dicho, simulaba dejarme llevar, zambullirme, hacer la plancha, pero apenas él se ausentaba del apartamento yo me ponía a copiarle sus CDs que más me gustaban. Discos de Bebel Gilberto, remixes incluidos, que sonaban a cada rato, día y noche, tratando de imaginar que estábamos en un pub veraniego o en cualquier otra ciudad, rodeados de gente resuelta, bien vestida, bien peinada, hablando risueñamente de viajes y millas acumuladas. Evasión. Jet lag constante. Simplemente percibir el treinta por ciento de la realidad, sustituyendo las palabras por gestos. Una acción equivalía a un diálogo y todos concluían con la palabra “no”. Llega un momento en el que, por hache o por be, no hay más palabras, no hay más anécdotas, hay que copiarle todos sus CDs. Llega un momento en el que uno quiere salir, ir a alguna fiesta a que se te acerque alguien vestido modernamente, hablar de música, de Bebel Gilberto, que qué buena que es y que esto y lo otro. Uno quiere coquetear, segregar endorfinas, buscar la novedad, decir “¿qué tal?”. Alejarse del tambaleante equilibrio de apostar a la pareja y creer que se gana. Yo quería eso pero me engañaba y me hacía creer que quería otra cosa. Caí en la trampa de las parejas con apartamento luminoso y división de gastos diarios. Sólo nos faltaba el gato. Siempre es así. Se van y te dejan hablando solo, en silencio, como si fueras un gato con siete vidas. La puerta queda abierta y uno queda sin saber qué hacer, si conseguirse un gato, si devolverle la licuadora, si cerrar la puerta, si ir a alguna fiesta, si escuchar música, si llamar a su mamá, si planear un viaje a Brasil, si meterse en el baño o en la cocina. Uno busca el desodorante en el botiquín y ya no está. Se lo llevó. Hay que ir a la farmacia y comprar otro. Otro desodorante con otro perfume. Si juntás dos etiquetas te regalan un tercer desodorante. Pero por ahora tenés sólo uno. Hay que empezar todo de nuevo. Estás solo. Te dejaron solo. Todavía no se lo contaste a un amigo. ¿Para qué? ¿Para que te diga “dale,
vamos a bailar”? No. Es demasiado, entonces te distraés. Estás solo y vas a la cocina. Después llamarás a tu amigo y a tu hermana.
En la cocina uno piensa para atrás, rebobina, trata de llegar a la célula inicial, saca conclusiones, descubre metáforas rudas, reflexiona apresuradamente sabiendo que ya es tarde. Sólo logramos justificar lo obvio. Mi justificación era: “esto le sucede a todo el mundo; en algún momento te dejan”. Hay que improvisar movimientos mecánicos para poder pensar mejor y no confundirnos con las distracciones, las fantasías, eso de que es algo que le sucede a todo el mundo, eso de que en Brasil las cosas serían mejor. Uno no sabe qué hacer. Uno abre un cajón cualquiera, lleno de cubiertos, después va al baño y abre el botiquín buscando el desodorante. Yo hacía esos gestos a propósito, como si realmente buscara algo, un secreto escondido,
porque cuanto más nos conocíamos más lejos estábamos
uno del otro y más secretos nacían sin querer ser compartidos. Vivíamos una relación inversamente proporcional. Muchos secretos escondidos, muchos cajones. Yo ya los había descubierto a todos, los había revuelto a todos, todos los cajones, todas las agendas con celulares sospechosos, todos los celulares eran sospechosos, pero sentía que me faltaba un cajón, un motivo, un celular, una célula que lo explicara todo convincentemente, un secreto más didáctico, un huevo. No me eran suficientes los indicios que tenía ni su despedida clara, irremediable. Abría cajones y recordaba momentos al azar. Sonaba el teléfono, yo atendía y cortaban. Sonaba el teléfono, yo atendía y cortaban. Critters. No era su mamá. Eso me daba miedo. Imaginarme viviendo sin él me daba miedo y, para tranquilizarme, pensaba que nuestros problemas eran nada comparados con las tortuosas relaciones de sus amigos con gente del chat que terminaban robándoles todo. Siempre contaban esas historias. Sus amigos sin pareja estable escondían las chucherías, los after shave, los cintos vistosos tan cotizados y fáciles de manotear. Estaban llenos de cajones. Nada a la vista por miedo a que los robaran. Sólo ellos y sus gatos. Un tipo que se hace llamar Amplio33 viene con una mochila, te da unos besos, elogia tu corte de pelo, acaricia el gato, saca un revólver y se lleva todo. Critters. Después cuentan la anécdota airosos, brindando, comiendo chizitos en alguna reunión. Enseñan sus cicatrices cual escarapelas.
Los dormitorios de sus amigos son como un hotel; la cama, el placard, el espejo y un rollo de papel higiénico. Son como gatos. Esa vida les genera ronroneos, adrenalina, excitación, eyaculación precoz y todas esas cosas tan dinámicas de la juventud y la independencia. En realidad ese era justamente el problema, nuestro relacionamiento insulso, intrascendente, gastado, avejentado y sin onda. Queríamos cambiar de canal, anotarnos en un club, comprarnos ropa más moderna, cintos, accesorios, productos de belleza, mascotas, gatos, volvernos famosos, entrar en el chat, ir a fiestas, aventurarnos, viajar. Él pensaba lo mismo, lo mismo que yo pensaba al verlo cada día; aunque en realidad lo que él menos soportaba era que yo usara siempre la misma ropa. Siempre lo supe. Es fácil darte cuenta. Te mirás en el espejo y te das cuenta de que llevás puesta la misma camisa de hace cinco años. Ese no es un verdadero problema. El verdadero problema es que él ya se dio cuenta de eso a la segunda semana de conocerte. A todo el mundo le sucede. Todo el mundo sabe que no se deberían usar camisas. Él se daba cuenta. Sabía que existían chicos que no usaban camisas, chicos más lindos que yo, más adinerados que yo, más desenvueltos que yo, más modernos que yo, que no tenían ni idea de lo que son las homeopatías. Chicos ágiles, saltarines, de buen pelaje, con mochilas, llenos de piercings, saliendo de debajo de las piedras, en las discotecas, en los chats, en cualquier sitio.
Chicos que fueron fanáticos de Tinelli y ahora miran animé. Él lo sabía y los conocía con nombre y apellido. Les pagaba tragos, se burlaban de los programas nuevos de la tele, criticaban la cultura de los noventa, la música del boliche, la gente que dice la palabra “glamour” y el mundo en general, acodados en una barra, mirándose a los ojos y sacando pecho como gallitos, palomitas, sintiéndose superiores al hablar de esas cosas, cosas que hay en internet, en colores flúo, en Europa, o en Japón, donde todo es mucho mejor. Se reían como locos y después intercambiaban números telefónicos, borrachos de bebidas energizantes. Sus nombres completos en unas tarjetas naranjas, con caritas hechas con puntos, comas, paréntesis y, resaltado en negrita, las palabras “diseñador gráfico”, “diseñador de modas”, diseñador de algo, algo de eso.
Yo también lo sabía. Era como si estuviéramos resignados a la espera de que todo cayera por su cuenta, o que un tercero nos revelara la solución mágica para naufragar en el maremoto. Un Tsunami. El Tsunami fue muy bueno porque de un día para otro mostró un montón de especies marinas desconocidas por el hombre; cuando el agua volvió a su sitio, en la playa quedaron cadáveres de peces monstruosos, amorfos, rarísimos, pinchudos, con dientes transparentes y luces. Los científicos no sabían si ayudar a los sobrevivientes o recolectar los peces antes de que se pudrieran. Muchos se quedaron en la playa con tubos de ensayos y cámaras digitales. Otros abandonaron su tarea y se pusieron a reconstruir casas para los niños huérfanos. Yo quedé duro, observando sin mover un dedo. El monstruo apareció, salió a flote.
Se fueron juntos dejando la puerta abierta, abrazados, consolándose, cada uno con una mochila repleta de cosas que agarraron a manotazos en tres segundos. CDs, lentes, tazas, revistas, el desodorante, el remedio para las aftas. Hacía frío. Me quedé solo, ordenando. Las cucharas con las cucharas. Los cuchillos con los cuchillos.
Llamé a mi hermana. No estaba. Dejé un mensaje críptico para enloquecerla, para que entrara en pánico y corriera a ayudarme. Llamé a un amigo al azar (por no decir que es el único amigo que tengo) y me invitó a bailar. Nos encontramos a la noche, tardísimo, en la esquina de la discoteca con el pelo mojado, recién bañados y recién cenados. Le conté algunos detalles en el trayecto hasta la puerta.